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sábado, 4 de abril de 2015

Alfred Tennyson

"He aquí una ciudad de Encantadores, construida
por Reyes de las Hadas"; El segundo le respondió:
"Señor, hemos oído de nuestro sabio allá en nuestro hogar
del Norte que este Rey no es el Rey,
sino sólo un changeling del País de las Hadas,
que sorprende a los paganos mediante hechicería
y mediante el poder de Merlín." Habló de nuevo el primero:
"Señor, no hay tal ciudad en ninguna parte,
es todo una visión".

Cogito y Ars cogitandi

Cogito
Básicamente significa dos cosas: la mente propia en el acto mismo de pensar y la primera verdad: “pienso, luego existo” (“cogito, ergo sum”).
      El cogito es la primera verdad en el orden del conocimiento; y ello en dos sentidos: por una parte porque es la primera verdad a la que llegamos cuando hacemos uso de la duda metódica, y en segundo lugar porque a partir de ella podemos fundamentar todas las demás. Viene a ser el axioma básico a partir del cual desarrollar toda la filosofía como un sistema de conocimiento absolutamente fundamentado.
      En relación con la famosa  frase “pienso, luego existo” es necesario hacer las siguientes precisiones:
1. Aunque Descartes presenta este conocimiento en forma inferencial (“luego...”) no hay que creer que llega a esta verdad a partir de una argumentación o demostración. No llega de esta manera porque la duda metódica  (particularmente la hipótesis del genio maligno) pone en cuestión precisamente el valor de la razón deductiva. Además, como nos dice el propio Descartes en su “Respuesta a las Segundas Objeciones” si esta proposición fuese la conclusión de algún silogismo, habríamos necesitado conocer previamente la mayor “todo lo que piensa es o existe” la cual se fundamenta precisamente en la observación de que uno mismo no puede pensar si no existe, puesto que las proposiciones generales las obtenemos del conocimiento de las particulares. El “cogito, ergo sum” es una intuición. El conjunto de reflexiones que propone Descartes antes de llegar al cogito sirven para preparar a nuestra mente y disponerla de tal modo que pueda percibir de forma inmediata y evidente dicha verdad. Podemos conseguir que alguien acepte la existencia o propiedades de un objeto físico sin demostrárselas, basta que le ayudemos a dirigir su mirada hacia dicho objeto (que le enseñemos a mirar); pues bien, lo mismo hace Descartes, nos enseña a mirar en una determinada dirección, dispone nuestro espíritu para que éste capte con evidencia dicha verdad.
2. Es preciso tener cuidado con la palabra “pienso” (y con la proposición “pienso, luego existo”) pues con ella nosotros ahora nos referimos a la vivencia gracias a la cual tenemos un conocimiento conceptual e intelectual de la realidad. Sin embargo, en Descartes tiene un significado más genérico y viene a sersinónima de acto mental, o vivencia o estado mental o contenido psíquico. El propio Descartes nos dice que con la palabra “pensar” entiende “todo lo que se produce en nosotros de tal suerte que lo percibimos inmediatamente por nosotros mismos; por esto, no sólo entender, querer, imaginar sino también sentir es la misma cosa aquí que pensar”. El rasgo común a entender, querer, pensar, sentir, (y pensar en sentido estricto, pensar como razonar o conceptualizar) es el que de ellos cabe una percepción inmediata, o en nuestro lenguaje, que todas estas vivencias tienen el atributo de la consciencia, el ser consciente o poder serlo. Todo acto mental presenta la característica de ser indudable, ninguno de ellos puede ser falso, por lo que valdría tanto decir “recuerdo, luego existo”, “imagino, luego existo”, “deseo, luego existo”,  “sufro, luego existo”, que “pienso luego existo”;
3. El descubrimiento cartesiano, el cogito, señala, simplemente, que la mente es un ámbito privilegiado para la verdad, pues de los estados mentales propios no cabe duda alguna cuando dirigimos nuestra mirada hacia ellos y los describimos únicamente en la medida en que se muestran a dicha mirada reflexiva. En términos actuales diríamos que las proposiciones que describen la propia vida psíquica son incorregibles, mientras que los que se refieren a la realidad exterior a la propia mente (incluidos los que se refieren a las mentes ajenas) son falibles o dudables: cuando vamos al dentista y le decimos que nos duele una muela el médico nos puede decir que es imposible puesto que no tenemos tal muela, y no nos llamaría la atención su corrección, pero parece absurdo que si simplemente le indicamos que sentimos dolor intente corregir nuestra descripción indicando que es imposible, que realmente no lo sentimos.
4.  Como nota histórica se puede indicar que San Agustín: en “De libero arbitrio”, 2, 3, 7 ya anticipó esta primera verdad con su “si fallor, sum”, si me equivoco, existo; aunque en San Agustín este descubrimiento no tiene la importancia que tiene en la filosofía cartesiana.
      El  cogito se va a convertir en criterio de verdad: en la proposición “pienso, luego existo” no hay nada que asegure su verdad excepto que se ve con claridad que para pensar es necesario existir. Por eso podemos tomar como regla general que “las cosas que concebimos más claras y más distintamente son todas verdaderas”.

Ars cogitandi es un espacio para el buen reflexionar sobre todos los aspectos de la humana condición. Espacio para compartir ideas ricas y con fundamento, lugar para el arte de pensar profundo, ajeno o propio, siempre con el sello del buen pensar. El nombre ars cogitandiesta inspirado en el capitulo XI de la gran obra el Método (tomo III) del frances Edgar Morin, dicha obra ha sido parte de mi formación y la he estudiado por varios años. Ars cogitandi, escribe Morin, es una arte dialógico de la concepción, que pone en actividad todas las aptitudes del espiritu/cerebro. La concepción necesita un espíritu ingenioso, ingeniero y, en sus más altas formas creadoras, genial.

La passion de Jeanne d'Arc


Acercamiento a Artaud

Para un acercamiento a la obra de Antonin Artaud, hemos consideramos el siguiente ensayo de Susan Sontag escrito en 1973, bajo una traducción de Juan Utrilla Trejo.Artaud: un artista irremediable que bajo los influjos del modernismo literario fue convertido a la fuerza en un producto clásico; triunfo que al mismo Artuad hubiera escandalizado.
Sontag denuncia: “ciertos autores se vuelven clásicos literarios o intelectuales porque no se los lee, ya que, en cierta manera intrínseca son ilegibles”
De este modo nuestro poeta ha de ser una letra en el extremo, algo que no se puede asir.

V.G.
El movimiento que pretende desestablecer al «autor» ha estado desarrollándose desde hace más de cien años. Desde un principio, su ímpetu fue -y sigue siendo- apocalíptico: intenso, lleno de quejas y de júbilos ante la decadencia convulsiva de los viejos órdenes sociales, llevado por ese sentido universal de estar viviendo un momento revolucionario, que continúa animando a casi toda excelencia moral e intelectual. El ataque al «autor» sigue en pleno auge, aunque la revolución o bien no se ha efectuado o, donde sí se efectuó, rápidamente ha sofocado al modernismo literario. Convirtiéndose gradualmente, en los países no remodelados por una revolución, en la tradición dominante de la alta cultura literaria en lugar de su subversión, el modernismo continúa creando códigos para preservar las nuevas energías morales al tiempo que contemporiza con ellas. Que el imperativo histórico que parece desacreditar la práctica misma de la literatura haya durado tanto tiempo -un lapso que abarca numerosas generaciones literarias- no significa que haya sido mal comprendido. Tampoco significa que el malestar del «autor» haya pasado de moda, o sea inapropiado, como a veces se sugiere. (La gente tiende a volverse cínica aun ante las crisis más horribles si parecen ir prolongándose, si no llegan a un término.) Pero la longevidad del modernismo muestra lo que ocurre cuando la profetizada resolución de una aguda ansiedad social y psicológica se aplaza, y qué insospechada capacidad de ingenio y de dolor, y de domesticación del dolor, puede florecer en el ínterin.
En el concepto establecido y crónicamente desafiado, la literatura está construida por un lenguaje racional -es decir, socialmente aceptado- que configura una variedad de tipos de discurso internamente coherentes (por ejemplo, obra teatral, epopeya, tratado, ensayo, novela) en forma de «obras» individuales que son juzgadas mediante normas tales como la veracidad, el poder emocional, la sutileza y la pertinencia. Pero más de un siglo de modernismo literario ha puesto en claro lo contingente de géneros en otros tiempos firmemente establecidos, y socavado la idea misma de una obra autónoma. Los cánones empleados para apreciar las obras literarias no parecen hoy evidentes, y mucho menos que universales. Son, para una cultura particular, confirmaciones de sus ideas de racionalidad: es decir, de espíritu y de comunidad.El ser «autor» ha sido desenmascarado como un papel que, conformista o no, sigue siendo ineludiblemente responsable ante cierto orden social. Desde luego, no todos los autores premodernistas halagaron a las sociedades en que vivían. Una de las funciones más antiguas del autor ha sido llamar a cuentas a la comunidad por sus hipocresías y su mala fe, como Juvenal en las Sátiras mostrando las locuras de la aristocracia romana, y Richardson en Clarissa denunciando la institución burguesa del matrimonio -propiedad. Pero la gama de enajenación de que disponían los autores premodernistas seguía siendo limitada -lo supieran o no para censurar los valores de una clase o de un medio en nombre de los valores de otra clase o medio. Los autores modernos son aquellos que, tratando de escapar de esta limitación, se han unido en la grandiosa tarea fijada por Nietzsche hace un siglo como la trasvaluación de todos los valores, y redefinida por Antonin Artaud en el siglo XX como la «devaluación general de los valores». Por muy quijotesca que pueda parecer esta tarea, bosqueja la poderosa estrategia por la cual los autores modernos declaran que ya no son responsables; responsables en el sentido en que los autores que celebran su época y los autores que la critican son igualmente ciudadanos probos de la sociedad en que actúan. Los autores modernos pueden reconocerse por su esfuerzo por «desestablecerse», por su deseo de no ser moralmente útiles a la comunidad, por su inclinación a presentarse no como críticos sociales sino como videntes, aventureros espirituales y parias sociales.
Inevitablemente, desestablecer al «autor» conduce a una redefinición de «escribir». En cuanto «escribir» ya no se define como actividad responsable, la distinción (aparentemente de sentido común) entre la obra y la persona que la produjo, entre la expresión pública y la privada, se vuelve vacíaToda la literatura premoderna evoluciona a partir de la concepción clásica de escribir como una realización impersonal, autosuficiente, que se sostiene por sí misma. La literatura moderna proyecta una idea totalmente distinta: el concepto romántico de escribir como medio en que una personalidad singular se expone a sí misma heroicamente. Esta referencia, en último término privada, de un discurso literario público, no requiere que el lector conozca realmente mucho del autor. Aun cuando se dispone de una amplia información biográfica acerca de Baudelaire y casi nada se sabe de la vida de Lautréamont, Las flores del mal y Maldoror dependen igualmente, como obras literarias, de la idea del autor como ego atormentado, que violaba su propia y única subjetividad.
En el concepto iniciado por la sensibilidad romántica, lo que produce el artista (o el filósofo) contiene como estructura interna reguladora una descripción de los trabajos de la subjetividad. La obra cobra crédito por el lugar que ocupa en una experiencia vivida singular; supone una inagotable totalidad personal, cuyo subproducto es «la obra», que expresa inadecuadamente esta totalidad. El arte se convierte en una afirmación de conciencia de sí mismo, una conciencia que presupone una discordia entre el ego del artista y la comunidad. De hecho, el esfuerzo del artista es medido por la magnitud de su ruptura con la voz (de la “razón”) colectiva. El artista es una conciencia tratando de ser. «Yo soy aquel que, para ser, debe fustigar su innatidad», escribe Artaud, el héroe de la autoexacerbación más didáctico e intransigente de la literatura moderna.En principio, el provecto no puede triunfar. La conciencia tal como es dada nunca puede constituirse a sí misma íntegramente en arte, pero debe esforzarse por transformar sus propios límites y por alterar los límites del arte. Así, por sí sola, cualquier “obra” aislada tiene un estado doble. Es, al mismo tiempo, un gesto literario único y específico ya actuado, y también una declaración metaliteraria (a menudo estridente, a veces irónica) acerca de lo insuficiente de la li­teratura con respecto a una condición ideal de conciencia y arte. La conciencia concebida como proyecto crea una norma que inevitablemente condena a la “obra” a quedar incompleta. Siguiendo el modelo de la conciencia heroica que aspira nada menos que a la total autoapropiación, la literatura intentará el «libro total». Medido con la idea del libro total, todo escrito, en la práctica, consta de fragmentos. La norma de un comienzo, una parte media y un final no se aplica ya. La condición de incompleto se convierte en la modalidad reinante del arte y del pensamiento, haciendo surgir antigéneros: una obra que es deliberadamente fragmentaria o autocanceladora, pensamiento que se anula a sí mismo. Pero el derrocamiento de las viejas normas no requiere negar el fracaso de semejante arte. Como dijo Cocteau, «la única obra que triunfa es la que fracasa».
La carrera de Antonin Artaud, uno de los últimos grandes ejemplares del período heroico del modernismo literario, resume marcadamente estas reevaluaciones. Tanto en su obra como en su vida, Artaud fracasó. Su obra incluye versos, poemas en prosa, guiones, escritos sobre el cine, pintura y literatura- ensayos, diatribas y polémicas sobre el teatro; varias obras teatrales y notas para muchos proyectos nunca realizados, entre ellos una ópera; una novela histórica; un monólogo dramático en cuatro partes, escrito para radio; ensayos sobre el culto del peyote entre los indios tarahumaras; raálantes apariciones en dos grandes películas (el Napoleón de Gance y La pasión de Juana de Arco de Drever) y en muchas menores: y centenares de cartas, su forma «dramática» más lograda, todo lo cual equivale a un corpus roto, automutilado, a una vasta colección de fragmentos. Lo que legó no fue obras de arte acabadas sino una presencia singular, una poética, una estética del pensamiento, una teología de la cultura, y una fenomenología del sufrimiento.En Artaud, el artista como vidente cristaliza, por primera vez, en la figura del artista como pura víctima de su conciencia. Lo que queda prefigurado en la poesía en prosa delspleen de Baudelaire y la relación de una temporada en el infierno de Rimbaud se convierte en la afirmación de Artaud de un constante y doloroso sentido de la inadecuación de la propia conciencia a sí misma, los tormentos de una sensibilidad que se juzga a sí misma irreparablemente enajenada del pensamiento. Pensar y valerse del idioma se convierten en un calvario perpetuo.Las metáforas que Artaud emplea para describir su angustia intelectual tratan al espíritu como una propiedad para la cual no se tiene un título muy claro (o cuyo título se ha perdido), o como una sustancia física intransigente, fugitiva, inestable, obscenamente mudable. Ya en 1921, a la edad de veinticinco anos, declara que su problema es el de nunca lograr poseer su espíritu cabalmente. Durante toda la década de los veinte, se lamenta de que sus ideas lo «abandonan», que es incapaz de «descubrir» sus ideas, que no puede «alcanzar» su espíritu, que ha “perdido” su comprensión de las palabras y «olvidado» las formas de pensamiento. En metáforas más directas, se enfurece contra la erosión crónica de sus ideas, contra el modo en que su pensamiento se desmorona debajo de él o tiene fugas; describe a su espíritu como lleno de fisuras, deteriorado, petrificado, licuefacto, coagulado, vacío, impenetrablemente denso: las palabras se pudren. Artaud no sufre de dudas sobre si su yo piensa, sino de una convicción de que no posee su propio pensamiento. No dice que sea incapaz de pensar; dice que no «tiene» pensamiento, lo que considera ser mucho más que tener ideas o juicios correctos. «Tener pensamiento» significa ese proceso por el cual el pensamiento se sostiene a sí mismo, se manifiesta él mismo a sí mismo y es responsable « ante todas las circunstancias de sentimiento y vida». Es en este sentido, que trata al pensamiento como objeto y sujeto de sí mismo, en el que Artaud afirma no «tenerlo». Artaud muestra cómo la conciencia hegeliana, dramatúrgica, que se contempla a sí misma, puede alcanzar el estado de enajenación total (en lugar de una sabiduría apartada y amplia), porque el espíritu sigue siendo un objeto.
El lenguaje que emplea Artaud es profundamente contradictorio. Sus imágenes son materialistas (hacen del espíritu una cosa o un objeto), pero lo que exige del espíritu equivale al idealismo filosófico más puro. Se niega a considerar la conciencia salvo como un proceso. Y sin embargo, es el carácter de proceso de la conciencia -su naturaleza inasible y flujo- el que experimenta como un infierno. «El verdadero dolor -dice Artaud- es sentir el propio pensamiento cambiar dentro de uno mismo. » El cogito, cuya existencia demasiado evidente apenas parece necesitar pruebas, se lanza en una búsqueda desesperada e inconsolable de un ars cogítandi. La inteligencia, observa Artaud con horror, es la más pura contingencia. En las antípodas de lo que Descartes y Valéry relatan en sus grandes epopeyas optimistas acerca de la busca de ideas claras y precisas, una Divina Comedia del pensamiento, Artaud nos informa de la interminable angustia y desconcierto de la conciencia que está en busca de sí misma: «Esta tragedia intelectual en que siempre quedo vencido», la Divina Tragedia del pensamiento. Artaud se describe a sí mismo como «en constante persecución de mi ser intelectual».La consecuencia del veredicto de Artaud sobre sí mismo, la convicción de su enajenación crónica de su propia conciencia, es que su déficit mental se vuelve, directa o indirectamente, el tema dominante e inagotable de sus escritos. Algunos de los relatos de Artaud de su pasión de pensamiento son casi demasiado dolorosos para leerlos. Elabora poco sus emociones: pánico, confusión, rabia, temor. Su don no fue el de la comprensión psicológica (no siendo bueno para ella, la desdeña como trivial) sino de un modo más original de descripción, una especie de fenomenología fisiológica de su interminable desolación. La afirmación de Artaud en El pe­sanervios de que nadie jamás ha trazado tan precisamente su ego «íntimo» no es una exageración. En toda la historia de la escritura en primera persona no se encuentra un re­gistro tan incansable y detallado de la microestructura del dolor mental.Sin embargo, Artaud no se limita a registrar su angustia psíquica. Ésta constituye su obra, pues aun cuando el acto de escribir -dar forma a la inteligencia- es una agonía, esa agonía también aporta la energía para el acto de escribir.Aunque Artaud quedó ferozmente decepcionado cuando los poemas relativamente bien formados que presentó a la Nou­velle Revue Française en 1923 fueron rechazados por su di­rector, Jacques. Rivière, por carecer de coherencia y de armonía, las objeciones de Rivière resultaron liberadoras.Desde entonces, Artaud negó que simplemente estuviera creando más arte, engrosando el almacén de la «literatura».El desprecio a la literatura -tema de la literatura moder­nista, voceado antes que nadie por Rimbaud- tiene una di­ferente inflexión al ser expresado por Artaud en la época en que los futuristas, dadaístas y surrealistas han hecho de él un lugar común. El desprecio de Artaud a la literatura tiene menos que ver con un difuso nihilismo acerca de la cultura que con una experiencia específica del sufrimiento. Para Ar­taud, el extremo dolor mental -y también físico- que alimenta (y da autenticidad) al acto de escribir queda nece­sariamente falsificado cuando tal energía es transformada en obra de arte: cuando alcanza la benigna situación de un producto terminado, literario. La humillación verbal de la literatura («todo escrito es una cochinada», declara Artaud en El pesanervios) salvaguarda el estado peligroso, casi mágico de la escritura como receptáculo digno de contener el dolor del autor. Insultar al arte (como insultar al público) es un intento de impedir la corrupción del arte, la trivialización del sufrimiento.
El nexo entre sufrimiento y escritura es uno de los temas clave de Artaud: se gana el derecho de hablar habiendo sufrido, pero la necesidad de valerse del lenguaje es, en sí misma, la ocasión principal del sufrimiento. Se describe arruinado por una «pasmosa confusión» de su «lenguaje en relación con el pensamiento». La enajenación de Artaud del lenguaje presenta el lado oscuro de las triunfales enajenaciones verbales de la poesía moderna, de su uso creador de las posibilidades puramente formales del lenguaje y de la ambigüedad de las palabras y la artificialidad de los significados fijos. El problema de Artaud no es qué es el lenguaje en sí mismo, sino la relación que el lenguaje tiene con lo que él llama «las aprensiones intelectuales de la carne». Apenas podría permitirse la tradicional queja de todos los grandes místicos de que las palabras tienden a petrificar el pensamiento vivo y a convertir la materia inmediata, orgánica y sensorial de la experiencia en algo inerte, meramente verbal. La lucha de Artaud es sólo secundariamente con lo muerto  del lenguaje; es, ante todo, con lo refractario de su propia vida interior. Empleadas por una conciencia que se define a sí misma como paroxística, las palabras se vuelven cuchillos. Artaud parece haber sido afligido por una extraordinaria vida interior, en que lo intrincado y lo clamoroso de sus sensaciones físicas v las intuiciones convulsivas de su sistema nervioso parecen permanentemente reñidas con su capacidad de darles forma verbal. Este choque entre facilidad e impotencia, entre riquísimos dones verbales y un sentido de parálisis intelectual es la trama psicodramática de todo lo que Artaud escribió-, y mantener dramáticamente válida esta pugna exige exorcizar repetidas veces la respetabilidad que se ha adherido a la escritura.Así, Artaud no libera la escritura, sino que la coloca bajo sospecha permanente, tratándola como el espejo de la conciencia, de modo que la gama de lo que puede ser escrito se vuelve coextensiva con la propia conciencia, y la verdad de cada afirmación llega a depender de la vitalidad e integridad de la conciencia en que se origina. Contra todas las teorías jerárquicas o platonizantes del espíritu, que consideran una parte de la conciencia superior a otra parte, Artaud sostiene la democracia de las pretensiones mentales, el derecho de todo nivel, tendencia y calidad de la mente a ser escuchado: «Podemos hacer cualquier cosa en el espíritu, podemos hablar en cualquier tono de voz, hasta el que sea inapropiado ». Artaud se niega a excluir alguna percepción por demasiado trivial o cruda. El arte debe informar desde cualquier parte, opina, aunque no por las razones que justificaran la franqueza whitmanesca o la licencia jovceana. Para Artaud, bloquear cualquiera de las posibles transacciones entre distintos niveles del espíritu y de la carne equivale a una desposesión del pensamiento, a una pérdida de vitalidad en el sentido más puro. Esa estrecha gama tonal que forma «el llamado tono literario» -y la literatura en sus formas tradicionalmente aceptables- se vuelve peor que un fraude y un instrumento de represión intelectual. Es una sentencia de muerte mental. El concepto de Artaud de la verdad estipula una concordancia exacta y delicada entre los impulsos «animales» de la mente y las más elevadas operaciones del intelecto. Es esta fluida, totalmente unificada conciencia la que Artaud invoca en los relatos obsesivos de su propia insuficiencia mental y en su rechazo de la «literatura».
La calidad de su propia conciencia es la norma final de Artaud. No deja nunca de vincular su utopismo de la conciencia a un materialismo psicológico: la mente absoluta es también absolutamente carnal. Así, su depresión intelectual es al mismo tiempo la más aguda depresión física, y cada afirmación que hace acerca de su conciencia es también una afirmación acerca de su cuerpo. En realidad, lo que causa el incurable dolor de la conciencia en Artaud es precisamente esta negativa a considerar la mente aparte de la situación de la carne. Lejos de estar desencarnada, su conciencia es una cuyo martirio resulta de su relación inconsútil con el cuerpo. En su lucha contra todas las ideas jerárquicas o simplemente dualistas de conciencia, Artaud constantemente trata su espíritu como si fuera una especie de cuerpo, un cuerpo que no pudiese «poseer» por ser demasiado virginal, o demasiado mancillado y también un cuerpo místico por cuyo desorden él fuera «poseído».Sería un error, desde luego, tomar la afirmación de Artaud de impotencia mental por lo que parece. La incapacidad intelectual que describe difícilmente podría indicar los límites de su obra (Artaud no muestra inferioridad en sus poderes de raciocinio) pero sí explica su proyecto: seguir minuciosamente las fibras pesadas y enmarañadas de su mente-cuerpo. La premisa de la escritura de Artaud es su profunda dificultad en emparejar el «ser» con la hiperlucidez, la carne con las palabras. Luchando por encarnar este pensamiento vivo, Artaud compuso en bloques febriles e irregulares; la escritura se interrumpe de pronto, y luego vuelve a comenzar. Cada «obra» aislada tiene una forma mixta; por ejemplo, entre un texto expositorio y una descripción onírica, frecuentemente inserta una carta, una carta a un corresponsal imaginario o una carta verdadera que omite el nombre del destinatario. Cambiando de formas, cambia de aliento. Escribir es concebido como la liberación de un impredecible flujo de energía fulminante: el conocimiento debe estallar en los nervios del lector. Los detalles de la estilística de Artaud siguen directamente de su idea de la conciencia como un cenagal de dificultad y sufrimiento. Su determinación de quebrar el caparazón de la «literatura» -al menos, de transgredir la distancia autoprotectora entre lector y texto- no puede decirse que sea una ambición nueva en la historia del modernismo literario. Pero Artaud quizá se haya acercado más que ningún otro autor a lograrlo, por la violenta discontinuidad de su discurso, por lo extremo de su emoción, por la pureza de su propósito moral, por la dolorosísima carnalidad de los relatos que hace de su vida mental, por la autenticidad y grandeza de la prueba a que se somete para poder siquiera emplear el lenguaje.
Las dificultades que lamenta Artaud persisten porque está pensando en lo impensable: en cómo el cuerpo es mente y en cómo la mente también es un cuerpo. Esta inagotable paradoja se refleja en el deseo de Artaud de producir arte que sea, al mismo tiempo, antiarte. Sin embargo, esta última paradoja es más hipotética que real. No haciendo caso de las negativas de Artaud, los lectores inevitablemente asimilarán sus estrategias de discurso al arte siempre que esas estrategias alcancen (como a menudo alcanzan) cierto punto de triunfante incandescencia. Y tres cortos libros publicados entre 1925 y 1929 -El ombligo del limbo, El pesanervios y El arte y la muerte-, que pueden leerse como poemas en prosa, los más espléndidos de todo lo que Artaud realizó formalmente como poeta, muestran que es el más grande poeta de prosa de la lengua francesa desde el Rimbaud de Las iluminaciones y Una temporada en el infierno. Sin embargo, sería incorrecto separar lo más logrado como literatura de sus otros escritos.La obra de Artaud niega que haya alguna diferencia entre arte y pensamiento, entre poesía y verdad. Pese a la ruptura en la exposición y las variaciones de «forma» dentro de cada obra, todo lo que escribió propone una línea de argumento. Artaud siempre es didáctico. Nunca dejó de insultar, de quejarse, de exhortar, de denunciar: aun en la poesía escrita después de salir del manicomio de Rodez, en 1946, en que el lenguaje se vuelve, en parte, ininteligible; es decir, una presencia física no mediada. Toda su escritura es en primera persona, y es un modo de dirigirse en las voces mixtas de la encantación y de la explicación discursiva. Sus actividades son simultáneamente arte y reflexiones sobre el arte. En un temprano ensayo sobre pintura, Artaud declara que las obras de arte «sólo valen por lo que valen los conceptos en que están fundadas, cuyo valor es exactamente lo que estamos poniendo nuevamente en duda». Así como la obra de Artaud equivale a un ars poetica (del cual no es su obra más que una exposición fragmentaria), así Artaud toma la creación de arte por un tropo para el funcionamiento de toda conciencia, y de la vida misma.Este tropo fue la base de la afiliación de Artaud al movimiento surrealista, entre 1924 y 1926. Tal como Artaud lo entendía, el surrealismo era una «revolución» aplicable a “todos los estados de la mente, todos los tipos de actividad humana”; su estado como una tendencia dentro de las artes era secundario y simplemente estratégico. Saludó al surrea­lismo, “ante todo, un estado de ánimo”- tanto como una critica del espíritu cuanto como una técnica para mejorar la gama y la calidad de la mente. Sensible como era en su pro­pia vida a los efectos represivos de la idea burguesa de la realidad día tras día (“nacemos, vivimos, morimos en una atmósfera de mentiras”, escribió en 1923), naturalmente fue atraído al surrealismo por su defensa de una conciencia más sutil, imaginativa y rebelde. Pero pronto descubrió que las fórmulas surrealistas eran otra forma de confinamiento. Se hizo expulsar cuando la mayoría de la hermandad surrealista estaba a punto de ingresar en el Partido Comunista francés, paso que Artaud denunció como una traición. Una verdadera revolución social no cambia nada, insiste en decir, desde­ñosamente, en la polémica que escribió contra «el bluff su­rrealista» en 1927. La adhesión surrealista a la Tercera In­ternacional, aunque sería de breve duración, fue una buena provocación para que él abandonara el movimiento, pero su insatisfacción era más profunda que un desacuerdo sobre el tipo de revolución que es deseable y pertinente. (Los surrealistas apenas serían más comunistas que el propio Artaud. André Breton no tenía tanto una política cuanto un conjunto de simpatías morales extremadamente atractivas, que el otro período le habrían llevado al anarquismo y que, lógi­camente para su propio período, le llevaron en la década de los treinta a convertirse en partidario y amigo de Trotsky.) Lo que realmente causó el antagonismo de Artaud fue una dife­rencia fundamental de temperamento.Fue sobre la base de un equívoco como Artaud había suscrito fervientemente el reto surrealista a los límites que la «razón» pone a la conciencia, y la fe de los surrealistas en el acceso a una conciencia más vasta, hecha posible por los sueños, las drogas, el arte insolente y el comportamiento asocial. El surrealista, pensó Artaud, era alguien que «desesperaba de alcanzar su propio espíritu». Estaba pensando en sí mismo, desde luego. La desesperación está enteramente al margen de la corriente principal de las actividades surrealistas. Los surrealistas anunciaban los beneficios que resultarían al abrir las puertas de la razón, y no hacían caso de las abominaciones. Artaud era tan extravagantemente tenebroso como optimistas eran los surrealistas, y lo más que podía hacer era conceder, aprensivamente, una legitimidad a lo irracional. Mientras que los surrealistas proponían exquisitos juegos con la conciencia, en los que nadie podía perder, Artaud estaba empeñado en una lucha a muerte por «restaurarse» a sí mismo. Breton sancionó lo irracional como útil camino hacia un nuevo continente mental. Para Artaud, sin la esperanza de estar dirigiéndose a alguna parte, aquél era el terreno de su martirio.
Al extender las fronteras de la conciencia, los surrealistas no sólo esperaban refinar el imperio de la razón, sino ensanchar los límites del placer físico. Artaud era incapaz de esperar algún placer de la colonización de nuevos dominios de la conciencia. En contraste con la eufórica afirmación de los surrealistas, tanto de la pasión física como del amor romántico, Artaud consideraba al erotismo como algo amenazante y demoníaco. En El arte y la muerte describe «esta preocupación por el sexo que me petrifica y me hace brotar la sangre». Los órganos sexuales se multiplican en una escala monstruosa, descomunal y en forma amenazadoramente hermafrodita en muchos de sus escritos; la virginidad es tratada como un estado de gracia, y la impotencia o castración es presentada -por ejemplo en las imágenes generadas por la figura de Abelardo en El arte y la muerte- más como una liberación que como un castigo. Los surrealistas parecían amar la vida, nota Artaud altivamente. Él sentía que la «desdeñaba». Explicando el programa de la Oficina de Investigaciones Surrealistas de 1925, había descrito favorablemente el surrealismo como «cierto orden de repulsiones», tan sólo para concluir al año siguiente que aquellas repulsiones eran completamente superficiales. Como dijo Marcel Duchamp en una conmovedora oración fúnebre de su amigo Breton en 1966, «la gran fuente de la inspiración surrealista es el amor: la exaltación del amor elegido». El surrealismo es una política espiritual de la alegría.Pese al apasionado rechazo de Artaud al surrealismo, sus gustos eran surrealistas, y así siguieron siéndolo. Su desdén al «realismo» como colección de trivialidades burguesas es surrealista, y también lo son su entusiasmo por el arte de los locos y los no profesionales, por lo que viene de Oriente, por todo lo que es extremo, fantástico, gótico. El desdén de Artaud al repertorio dramático de su tiempo, a la obra dedicada a explorar la psicología de personajes individuales -desprecio básico en el argumento de los manifiestos de El teatro y su doble, escrito entre 1931 y 1936-, parte de una posición idéntica a la de Breton cuando descarta a la novela en el primer «Manifiesto del surrealismo» (1924). Pero Artaud hace un uso totalmente distinto de los entusiasmos y de los prejuicios estéticos que comparte con Breton. Los surrealistas son buenos conocedores de la alegría, la libertad, el placer. Artaud es un conocedor de la desesperación y la pugna moral. Mientras que los surrealistas se niegan explícitamente a dar al arte un valor autónomo, no perciben ningún conflicto entre los anhelos morales y los estéticos, y en ese sentido Artaud tiene razón al decir que su programa es «estético» -quiere decir, simplemente estético-. Artaud sí percibe semejante conflicto y exige que el arte se justifique por las normas de la seriedad moral.
De los surrealistas deriva Artaud la perspectiva que vincula su propia y perenne crisis psicológica con lo que Breton llama (en el «Segundo manifiesto del surrealismo», de 1930) «una crisis general de conciencia», una perspectiva que Artaud mantuvo a través de todos sus escritos. Pero nunca el sentido de crisis en el canon surrealista llega a ser tan negro como el de Artaud. Al lado de las laceradas percepciones de Artaud, tanto cósmicas como íntimamente fisiológicas, las jerermadas surrealistas parecen más tonificantes que alarmantes. (En realidad, no responden a las mismas crisis. Artaud indudablemente sabía más de sufrimiento que Breton, así como Breton sabía más de libertad que Artaud.) Un legado similar del surrealismo dio a Artaud la posibilidad de seguir a lo largo de toda su obra tomando por sentado que el arte tiene una misión « revolucionaria ». Pero la idea de revolución de Artaud diverge tanto de la de los surrealistas como su devastada sensibilidad diverge, de la esencialmente sana de Breton.Artaud también conservó de los surrealistas el imperativo romántico de cerrar la brecha entre el arte (y el pensamiento) y la vida. Comienza El ombligo del limbo, escrito en 1925, declarándose incapaz de concebir una «obra que esté aislada de la vida», una «creación aislada». Pero Artaud insiste, más agresivamente de lo que nunca lo hicieron los surrealistas, en la devaluación de la obra de arte separada, devaluación ésta que resulta de aunar el arte y la vida. Como los surrealistas, Artaud considera el arte como una función de la conciencia, y cada obra representa tan sólo una fracción del todo de la conciencia del artista. Pero al identificar la conciencia principalmente con sus aspectos oscuros, ocultos, atroces, hace del desmembramiento de la totalidad de la conciencia en «obras» separadas no sólo un procedimiento arbitrario (que es lo que fascina a los surrealistas), sino un procedimiento que es contraproducente. Al estrechar Artaud la visión surrealista, la obra de arte se torna literalmente inútil en sí misma; en la medida en que se la considere como una cosa, está muerta. En El pesanervios, también de 1925, Artaud compara sus obras con inertes «productos de desecho», tan sólo «raspaduras del alma». Estos pedazos desmembrados de conciencia tan sólo adquieren valor y vitalidad como metáforas de obras de arte: es decir, metáforas de la conciencia.
Del libro: Bajo el signo de Saturno, Susan Sontag, 1973. Editorial EdhasaSelección: Vanesa Guerra

miércoles, 11 de marzo de 2015

martes, 10 de marzo de 2015